Pensamiento 17: La solidaridad

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Hoy toca el pensamiento 17: La solidaridad. La palabra «solidaridad» resuena en cada rincón de España, y no por moda o por trending topics, sino por una herencia profunda que parece pasar de generación en generación. A veces, creo que los españoles nacemos ya con una sensibilidad especial para entender el dolor ajeno, como si fuera nuestro. Porque cuando uno se adentra en lo que realmente significa la solidaridad en nuestro país, se da cuenta de que va mucho más allá de un simple acto de ayuda: es casi una forma de ser.

En este texto quiero acercarte a esa esencia solidaria que caracteriza a España, una esencia que se refleja en momentos difíciles, en la historia, y que, en tiempos de crisis, se revela con fuerza. Quizá, después de leer estas palabras, veas en cada gesto pequeño una prueba de que, aunque no siempre lo parezca, aún hay esperanza y humanidad.

Pensamiento 17: La solidaridad
Pensamiento 17: La solidaridad

Solidaridad… ¡Qué palabra tan utilizada y, al mismo tiempo, tan incomprendida! Nos venden que ser solidario es dar un par de monedas en la calle o donar cuando se acerca la Navidad. Pero, ¿es eso realmente solidaridad? O, quizá, ¿nos estamos engañando con esa idea de “solidaridad a la carta” que consumimos y desechamos a conveniencia?

Para mí, la solidaridad es algo mucho más profundo. Es empatizar de manera real con el sufrimiento ajeno, es sentir en el pecho lo que duele en el otro. No se trata de hacer para recibir, ni de mostrar generosidad para luego contarlo. La solidaridad auténtica nace desde un lugar desinteresado, desde la capacidad de hacer algo por el otro, aun sin aplausos ni reconocimientos.

Y en este país, aunque tengamos nuestros defectos, esa solidaridad innata sigue viva. La ves en la gente que acude a ayudar en catástrofes sin pensar en el riesgo, en los voluntarios que hacen largas filas para donar sangre cuando más se necesita, en el vecino que da la mano al otro cuando las cosas se ponen feas. Eso, querido lector, es la verdadera solidaridad española.

Irónicamente, parece que hemos tenido que demostrar nuestra solidaridad incluso fuera de nuestras fronteras. Como si ayudar a los propios no fuera suficiente, los españoles hemos extendido nuestras manos a otros países, dejándonos la piel en lugares que apenas conocíamos.

Desde las misiones de médicos en África hasta los trabajadores sociales en América Latina, España ha sido un país que no ha dudado en exportar su solidaridad. No importa si las causas eran guerras o pandemias, cuando el mundo ha necesitado una mano, ahí han estado los voluntarios, los médicos y los cooperantes españoles.

Es una tradición que nos define y que, espero, nunca perdamos. Porque la verdadera solidaridad es aquella que se brinda sin importar dónde o a quién, y que va más allá de nuestras fronteras. Al final, somos todos ciudadanos de un mismo mundo, y si algo hemos aprendido es que una acción pequeña en España puede cambiar la vida de alguien a miles de kilómetros de distancia.

Hay eventos que parecen diseñados por el destino para recordarnos nuestra vulnerabilidad, y el 28 de octubre de 2024 en Valencia fue uno de esos días. Como si la naturaleza misma hubiera decidido ponernos a prueba, una Dana –Depresión Aislada en Niveles Altos– desató su furia en la región, dejando a su paso un rastro de destrucción y miedo. Uno se pregunta si realmente estamos preparados para estos momentos, o si todo el progreso del mundo puede contra la fuerza de un fenómeno natural que no distingue a quién golpea. Es como si cada gota de agua llevara consigo una lección irónica: no somos tan fuertes como creemos.

Mientras las calles se anegaban y las viviendas se transformaban en lagos improvisados, Valencia fue testigo de un fenómeno mucho más profundo que la Dana misma: la gente saliendo de sus casas, dejando atrás la comodidad de su hogar para lanzarse a ayudar. En medio del caos, emergieron verdaderos héroes. No eran políticos ni figuras públicas; eran vecinos, amigos, familiares e incluso completos desconocidos que, sin pensarlo dos veces, se convirtieron en un apoyo fundamental para aquellos atrapados por las inundaciones. Porque, cuando el desastre golpea, algo en nuestra naturaleza se despierta, algo que nos obliga a actuar.

Personas de todas las edades y condiciones se unieron para rescatar a quienes quedaron aislados, atrapados en sus propias casas, incapaces de escapar de la furia de las aguas. Algunos llevaron alimentos, otros distribuyeron mantas o buscaron refugios temporales; cada uno dio lo que podía, con el simple y único propósito de ayudar. Hubo quienes se enfrentaron al lodo, mojados hasta los huesos, caminando por calles que ya no reconocían, transformadas en ríos de incertidumbre. El agua era helada, pero la calidez de esos actos solidarios iluminaba la noche y hacía que uno se sintiera menos solo, menos impotente frente a la fuerza implacable de la naturaleza.

En momentos como esos, queda claro que la verdadera fuerza de un pueblo no radica en la seguridad de sus infraestructuras ni en la rapidez de sus autoridades, sino en el compromiso que cada ciudadano tiene con los demás. Durante esa Dana, la solidaridad se mostró en su estado más puro y desinteresado: personas arriesgando su bienestar por el de otros, sin esperar reconocimiento alguno, tan solo movidas por el sentimiento de humanidad compartida. Y es que, cuando uno se enfrenta al poder devastador de la naturaleza, el verdadero refugio se encuentra en los actos de bondad y apoyo mutuo.

La tragedia del 28 de octubre no solo dejó cicatrices en el paisaje valenciano, sino también en los corazones de quienes vivieron la experiencia en carne propia. Cada rescate, cada ayuda recibida, cada palabra de consuelo quedó grabada como un testimonio vivo de la solidaridad que une a este pueblo. Porque, al final, no fueron las instituciones las que salvaron el día, sino la voluntad inquebrantable de personas comunes y corrientes, aquellas que demostraron que la verdadera fuerza está en el corazón humano, en ese impulso solidario que, cuando todo se desmorona, sigue sosteniéndonos.

Es curioso, o quizá trágico, que cuando la naturaleza nos somete a sus pruebas más duras, la política casi siempre queda en evidencia como un gigante de pies de barro. Y la última Dana en Valencia lo demostró con brutal claridad. Mientras las lluvias caían sin descanso y las calles se convertían en ríos, los representantes de la clase política parecían, una vez más, estar ocupados en otros asuntos. Como si las urgencias de la gente de a pie fueran un inconveniente menor frente a sus discursos vacíos, sus estrategias de imagen y sus intereses particulares. En esos días críticos, muchos prometieron de todo y ofrecieron soluciones de palabra, como si la tragedia fuese una oportunidad más para sumar votos.

La realidad, sin embargo, fue otra. Valencia, azotada por el desastre, no encontró la ayuda prometida. La ciudadanía esperó, mientras los políticos debatían desde la distancia sobre las «mejores formas» de ayudar, sin que llegara ninguna ayuda tangible. La sensación de abandono creció en cada barrio, en cada hogar afectado. Mientras los vecinos hacían frente al desastre con lo poco que tenían, los representantes del pueblo parecían más enfocados en señalar culpables que en ofrecer soluciones. La ironía, por supuesto, no pasó desapercibida para nadie. ¿Dónde estaba esa “cercanía” y ese “compromiso” de los discursos? Parecía que las palabras se las había llevado la misma corriente que anegaba las calles.

Hubo reuniones, sí; hubo conferencias de prensa, claro. Los líderes aparecieron en televisión, algunos vestidos con el chaleco de rigor, otros con el tono de voz afectado de quien quiere demostrar su “empatía” por las víctimas. Pero los habitantes de Valencia no necesitaban palabras vacías ni gestos estudiados para la cámara: necesitaban acción, ayuda real y respuestas inmediatas. Sin embargo, todo parecía ser más un espectáculo que un esfuerzo concreto. Mientras las cámaras captaban los gestos solemnes de los representantes, la gente seguía lidiando sola con el barro, con las pérdidas, con la impotencia de ver que, cuando se necesitaba, sus líderes simplemente no estaban.

Esta falta de respuestas no es nueva, por supuesto, pero cada vez que ocurre duele más, como una herida que se vuelve a abrir. En cada catástrofe, uno se pregunta cuánto tiempo más vamos a seguir soportando un sistema donde los intereses políticos van por un lado y las necesidades de la gente por otro. ¿Es tan difícil entender que, en momentos de crisis, lo que se requiere no son palabras, sino actos? Que lo que hace falta no son culpables, sino soluciones. Pero parece que esta realidad queda fuera del alcance de quienes nos gobiernan, o quizá les incomoda demasiado porque implica responsabilidad y trabajo real.

La indignación que deja su falta de acción es tan profunda como el alivio que brindaron esos vecinos y voluntarios que lo dieron todo en medio de la tormenta. Porque, al final, la política debiera ser un acto de servicio, un compromiso con el bienestar de la gente. Y, sin embargo, en Valencia, nos quedó claro que nuestros líderes se quedaron en la sombra mientras la ciudadanía, una vez más, tomaba el relevo. Nos queda la amarga certeza de que, en momentos de emergencia, el poder está en la gente común y no en los discursos de quienes dicen representarnos.

Quizás algún día, más allá de ideologías o intereses personales, la clase política aprenda que su verdadero rol es estar cuando se les necesita. Que su misión es servir, no prometer. Hasta entonces, Valencia y tantas otras ciudades seguirán contando, sobre todo, con la solidaridad de sus propios vecinos y no con la ayuda de quienes debieran ser sus líderes.

Es curioso, ¿verdad? Nos enseñan que ser solidario implica renuncias, sacrificios y, de alguna manera, dejar de lado las propias necesidades para volcarse en las de otros. Parece casi un juego de pérdidas, como si cada gesto solidario nos restara algo. Y, sin embargo, la solidaridad nos devuelve más de lo que imaginamos. Tiene la capacidad de hacernos sentir completos, de llenar esos vacíos que a veces la rutina y la vida cotidiana no logran cubrir. Qué irónico, ¿no? Lo que damos de corazón, vuelve a nosotros en forma de paz, de alegría y de una conexión profunda con los demás.

La verdadera alegría de la solidaridad radica en esos momentos simples pero llenos de significado. Es el abrazo de un desconocido agradecido, la sonrisa sincera de alguien a quien hemos ayudado, o el simple hecho de sentirnos útiles en un mundo donde tantas veces nos sentimos solos y desconectados. Al final, el ser humano necesita de esas pequeñas victorias, de esos momentos de empatía genuina, que nos hacen recordar que formamos parte de algo más grande. Porque, aunque a veces nos cueste reconocerlo, todos estamos conectados de alguna manera, y lo que hacemos por otros también nos enriquece a nosotros mismos.

La solidaridad, entonces, nos regala una satisfacción que no se mide en dinero ni en recompensas materiales. Es algo que se queda en el alma, que nos acompaña más allá del acto en sí. Para quienes participaron en los rescates, para los que ofrecieron su tiempo y su esfuerzo en esa Dana, la recompensa fue inmensa: sintieron que formaban parte de una red de apoyo, una comunidad viva que se preocupa y que se esfuerza por proteger a los suyos. Esas experiencias dejan una huella profunda y, en muchos casos, transformadora. Porque, al final, dar lo mejor de nosotros mismos en beneficio de otros nos devuelve algo que ninguna otra experiencia puede ofrecer: la certeza de que no estamos solos, de que podemos contar los unos con los otros.

Esta alegría que surge de la solidaridad se convierte en una especie de bálsamo, una cura para las heridas del alma. En un mundo donde tantas veces impera el egoísmo y la indiferencia, la solidaridad es un recordatorio de que hay algo más allá de las carreras individuales, de los objetivos personales. Es una manera de romper esas barreras invisibles que nos aíslan y nos hacen olvidar que todos compartimos la misma humanidad. Cada vez que alguien ayuda, que se ofrece para dar algo sin esperar nada a cambio, el mundo se vuelve un lugar un poco más cálido, un poco más habitable.

No es exagerado decir que la solidaridad tiene el poder de cambiar vidas, no solo de quienes reciben la ayuda, sino también de quienes la brindan. Es un ciclo hermoso y enriquecedor, donde cada acto de bondad deja una semilla que, tarde o temprano, florece. Y quizá ese sea el mayor regalo de la solidaridad: la oportunidad de construir un mundo mejor, paso a paso, gesto a gesto. Una sonrisa compartida en medio de una tragedia, una mano que sostiene, un hombro en el que apoyarse… todas esas acciones tienen el potencial de transformar el dolor en esperanza, de devolver la fe en los demás y en nosotros mismos.

Así que, al final, la verdadera ganancia de la solidaridad es ese sentimiento de comunidad, de saber que estamos unidos, aunque las circunstancias intenten separarnos. Nos recuerda que, aunque las crisis pasen y los momentos difíciles se vayan, lo que permanece es ese vínculo invisible que nos hace humanos. Cada pequeño acto solidario es un recordatorio de nuestra capacidad de amar, de empatizar, de actuar por el bien común. Y en un mundo tan necesitado de luz, la solidaridad es una de las pocas cosas que nos devuelve, sin condiciones, la certeza de que aún hay bondad y generosidad en cada rincón de la vida.

Al final, la verdadera riqueza de cualquier pueblo no se mide en recursos ni en monumentos, sino en el valor humano que resurge cuando las cosas se complican. Lo que hemos visto en esta última tragedia es la prueba viva de que la solidaridad no es solo una palabra o un ideal lejano: es la acción concreta que nos une, la respuesta instintiva que nos recuerda nuestra humanidad compartida. En cada acto de ayuda, en cada gesto generoso, en cada mano tendida, reside la esencia de lo que realmente somos.

Esta crisis nos ha dejado lecciones dolorosas y también enseñanzas de esperanza. Nos recuerda que, aunque a veces el poder político pueda fallarnos, siempre quedamos nosotros, las personas, para cuidar y apoyar a quienes nos rodean. Es en esa fuerza que, como individuos y como sociedad, encontramos la capacidad de sanar, de reconstruir, de volver a levantarnos. Porque, al final, la solidaridad no solo cambia las vidas de aquellos que la reciben; transforma también a quienes la brindan.

Espero que, si un día te cruzas con este post, te sirva para pensar que haces con tu vida, que deseas, que necesitas y, por supuesto, te deseo que seas un pensador de libre pensamiento. Gracias por venir a la locura de mis pensamientos.

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